La crisis de seguridad en Colombia sigue escalando, reflejando una preocupante falta de acción efectiva por parte del gobierno del presidente Gustavo Petro para proteger a las comunidades vulnerables y garantizar la seguridad de los líderes sociales. Según cifras reveladas por Indepaz, en lo que va de 2024 han sido asesinados 158 líderes sociales, una estadística que evidencia el riesgo constante para quienes defienden derechos humanos y trabajan por sus territorios.
El asesinato de Manuel Moya Villarreal, presidente de la Junta de Acción Comunal del corregimiento El Trébol, en El Banco, Magdalena, es el caso más reciente que conmociona al país. Moya Villarreal fue atacado en el sector de Los Sabanales, cerca del aeropuerto de la localidad. Este líder, conocido por su compromiso con el bienestar de su comunidad, se suma a la alarmante lista de víctimas en un contexto donde liderar comunidades es sinónimo de peligro mortal.
A pesar de las alertas tempranas emitidas por la Defensoría del Pueblo, que advierten sobre el riesgo que enfrentan los líderes sociales debido al control territorial ejercido por grupos armados ilegales, las medidas adoptadas por el gobierno no han logrado frenar esta violencia.
Además de los asesinatos selectivos, las masacres continúan siendo un flagelo en Colombia. El pasado 15 de noviembre, se registró la 63ª masacre del año en la zona rural de Riohacha, La Guajira. En este caso, cuatro cuerpos con signos de tortura fueron encontrados entre los corregimientos de Perico y El Ebanal.
La Defensoría del Pueblo atribuyó este crimen a la disputa territorial entre actores armados ilegales, que buscan fortalecer su control mediante la violencia, generando devastadores impactos en las comunidades locales.
La falta de una política integral de seguridad por parte del gobierno de Gustavo Petro deja a las comunidades expuestas al avance de los grupos armados. Mientras la violencia se intensifica, el Estado parece incapaz de ofrecer una respuesta contundente.
El panorama es desolador: los actores armados ilegales continúan afianzando su control territorial, exacerbando una crisis humanitaria que afecta profundamente el tejido social y la economía de las regiones más vulnerables.
Diversos sectores de la sociedad han instado al gobierno a dejar atrás la retórica y avanzar hacia la implementación de acciones concretas para proteger a las comunidades y garantizar justicia para las víctimas. Sin embargo, el tiempo apremia, y las cifras reflejan una realidad que no puede esperar más.