La Colombia que hay que recuperar

Por: Julián Ceballos

Acabo de regresar de una gira por Santander y Boyacá, un viaje que más que un recorrido geográfico fue un sacudón de memoria. Hay viajes que lo devuelven a uno a lo esencial, a lo que somos antes de que nos contaminaran la mirada. Ese fue este. Entre montañas, páramos y pueblos silenciosos, reencontré una Colombia que existe —que ha existido siempre— pero que nos han ido ocultando bajo capas de propaganda, ideologías importadas y discursos de odio.

Me encontré con el monumento de Rodrigo Arenas Betancourt en el Pantano de Boyacá, una obra que no solo es escultura: es un grito petrificado de libertad. Vi a la musa Clío acompañando a Bolívar en el Puente de Boyacá, recordándonos que la historia no es adorno sino advertencia. Pasé por la tierra de Ricaurte en Villa de Leyva, donde el sacrificio dejó de ser palabra para volverse fuego; y luego, en Guaduas, contemplé a Policarpa sosteniendo la bandera, como si aún nos dijera que la dignidad no se negocia.

En esos caminos comprendí algo doloroso: esos héroes soñaron una nación basada en la democracia, y hoy sus nombres están siendo utilizados para vender falsos modelos de neosocialismo disfrazado de reivindicación social. Una propaganda que roba símbolos para justificar la división, la corrupción y la destrucción de instituciones. Eso, sí, me causa indignación.

Durante esta semana caminé por tierras de bocadillos, arándanos, duraznos y papas; por las mismas tierras donde nacen ciclistas que conquistan montañas, poetas que escriben lo que el alma calla y arquitectos que levantan ciudades. Crucé montañas que parecen murallas naturales entre Santander y Boyacá; contemplé honras hechas por Dios como la Laguna de Tota; vi lagos artificiales en Paipa pensados para atraer turismo; y torres inmensas para honrar a los nuevos héroes del pedal, los caballitos de acero. En pocos días vi la grandeza de Colombia resumida en una fracción del mapa.

Y fue entonces cuando me volvió a rondar la misma pregunta, la que nos duele desde hace décadas: ¿cuándo cesará la horrible noche?
¿Cuándo dejaremos de premiar al que hace espectáculo en televisión mientras ignoramos al que hace patria?
¿Cuándo dejaremos de permitir que vicepresidentes acumulen riqueza para financiar campañas desde la corrupción?
¿Cuándo dejaremos que una Junta de Acción Comunal se caiga a pedazos porque nadie la financia, mientras las burocracias engordan?
¿Cuándo volveremos a darle valor a lo real: a la comunidad, al trabajo honesto, a la democracia, a la libertad?

Lo digo como colombiano, como servidor público y como hijo de esta tierra: hemos permitido que nos cambien la escala de valores. Hemos puesto en un pedestal a quienes improvisan políticas, y hemos relegado a quienes realmente construyen país: el agricultor que madruga, el emprendedor que insiste, el estudiante que sueña, la familia que no se rinde, el líder comunitario que abre su casa para resolver lo que al Estado se le olvidó.

La Colombia que vi esta semana no es la que aparece en los noticieros. No es la de las peleas en Twitter ni la de los discursos desesperados por aplausos. Es una Colombia silenciosa, trabajadora, profundamente noble. Una Colombia que no necesita refundarse sino rescatarse.

Esa es la Colombia que hay que recuperar.
La de la democracia auténtica, no la manipulada.
La del progreso real, no la del relato ideológico.
La de los héroes de verdad, no la de los protagonistas de cartón.
La Colombia que nació para ser libre, no sometida.

Si logramos volver a mirar hacia nuestras montañas, nuestros pueblos y nuestra historia —no como turistas sino como herederos— tal vez entendamos que el país que buscamos ya está aquí. Solo nos falta defenderlo de quienes lo han usado para enriquecerse o dividirnos.

Que esta gira por Santander y Boyacá no sea una nostalgia, sino un recordatorio:
Colombia es más grande que sus crisis, más noble que sus políticos y más fuerte que sus noches oscuras.
Pero hay que recuperarla.
Y el momento es ahora.