CUANDO EL SILENCIO DE LAS BALAS ENGAÑA

Julián Ceballos – Columnista

Hay mañanas en las que el sol parece no querer salir en Colombia. No por el clima, sino por el peso de las sombras que se arrastran en los rincones donde el Estado no llega, donde la esperanza se disfraza de costumbre y la guerra, esa que algunos insisten en llamar conflicto, se sienta en la mesa de las familias como un invitado más.

En algún lugar del Chocó, una madre recoge los pedazos de su vida tras el estruendo de las balas que no vio venir. No fue el destino, ni la mala suerte; fue la consecuencia de un Estado fallido que soltó las riendas de la seguridad democrática, permitiendo que los viejos fantasmas de siempre —el ELN, las disidencias de la FARC, el Clan del Golfo y otras organizaciones criminales— reclamaran territorios que nunca dejaron de considerar suyos.

Mientras tanto, en Bogotá, la JEP intenta, con cada pronunciamiento, limpiar el espejo empañado por las narrativas malintencionadas. Porque sí, la justicia transicional también tiene voz, y en su última declaración, dejó claro que la seguridad democrática no fue un aparato de exterminio, como algunos han querido vender, sino un escudo para proteger vidas.

El Petro-Santismo y su séquito ideológico prefieren el juego de palabras, disfrazando la guerra con eufemismos y narrativas de reconciliación forzada. Pero reconciliar no es entregar el país, ni pactar con quienes han hecho de la violencia su única bandera —para que luego sea expuesta en el salón de la fama o en algún museo presidencial—. Hoy, los territorios que alguna vez sintieron el respiro de la presencia estatal vuelven a ser presa fácil para los bandidos, mientras las ciudades, como Medellín, Cali, Bucaramanga o Cúcuta, se convierten en escenarios de un nuevo horror urbano: las cocinas de droga florecen, financiando el terrorismo que se esconde en los pliegues de una falsa paz.

La historia es clara para quienes quieren leerla: cada vez que se debilita la seguridad, los grupos armados encuentran terreno fértil para crecer. No es coincidencia que mientras se desmontan las políticas que protegieron los territorios, el ELN extienda sus redes, el Clan del Golfo amplíe su influencia y la violencia se disfrace de conflicto político.
Pero aquí no se trata de defender ideologías, sino de preguntarnos: ¿de qué sirve un discurso de paz que deja a su paso territorios en ruinas, comunidades olvidadas y madres llorando a sus hijos? La verdadera paz se construye fortaleciendo la seguridad y legitimando las instituciones, para que esto traiga desarrollo económico y social, donde el progreso de una nación permita la equidad poblacional y el crecimiento de garantías.

Hoy, mientras el gobierno se enreda en debates ideológicos, el pueblo colombiano necesita menos discursos y más acciones concretas. Porque la paz no es un discurso en el Congreso, ni un tweet desde Palacio: es la certeza de que un niño en Chocó, una madre en Cúcuta o un joven en Medellín pueden vivir sin que el sonido de las balas les dicte el final de su historia.

Posdata: Y eso que esto lo digo desde mi Sabaneta, hoy en día el municipio más seguro de Colombia; pero donde, en la tranquilidad del parque, veo la oscuridad que se ha tomado algunos lugares de mi país y pienso: ¿Cuándo nos recuperaremos de este nuevo dolor?