El fallo contra Álvaro Uribe Vélez, la punta del iceberg de una justicia politizada

Por Julián Ceballos

En la historia de las naciones, hay momentos que marcan el inicio de procesos de transformación profunda, a veces silenciosa, a veces escandalosa, pero casi siempre disfrazada de legalidad. El fallo proferido contra el expresidente Álvaro Uribe Vélez no es solo un hecho jurídico, es un hito político que delata la peligrosa inclinación de sectores del poder hacia el uso de la justicia como arma para ajustar cuentas ideológicas.

La decisión judicial que hoy recae sobre el presidente que lideró la seguridad democrática, la recuperación económica y el fortalecimiento institucional de Colombia, no puede analizarse de manera aislada. Este fallo es la punta del iceberg de una estrategia articulada por sectores de izquierda radical que han sabido infiltrarse y cooptar las instituciones democráticas para ponerlas al servicio de su proyecto político, del mismo modo en que ocurrió en Venezuela, Cuba y, más recientemente, Chile.

En estos países, lo que empezó como una narrativa de justicia social derivó en la concentración autoritaria del poder. Las cortes, los parlamentos y los órganos de control fueron tomados por operadores ideológicos que reemplazaron el derecho por la revancha, y la justicia por la conveniencia. Hoy en Colombia se empieza a percibir ese mismo patrón. Mientras cabecillas de las FARC y del ELN gozan de curules, salarios oficiales y total impunidad por sus crímenes de guerra, un expresidente democrático es arrastrado a un juicio por las mismas voces que antes buscaron deslegitimar su gobierno desde las trincheras de la violencia y ahora lo hacen desde los escritorios del poder judicial.

No se trata de pedir impunidad para nadie. Todo colombiano debe estar sujeto a la ley, pero también merece garantías de imparcialidad y respeto al debido proceso. La justicia, cuando se politiza, pierde su esencia y se convierte en instrumento de persecución. Hoy lo vemos con Álvaro Uribe Vélez, mañana puede ser cualquier otro colombiano que no piense como el gobierno de turno.

La democracia no se pierde de un día para otro. Se corroe lentamente, cuando el miedo reemplaza al disenso, cuando el poder judicial deja de ser árbitro y se convierte en jugador, y cuando los líderes que alguna vez salvaron al país son tratados como criminales por quienes nunca han rendido cuentas por su pasado violento.

Lo que está en juego no es el destino de un solo hombre, es la salud institucional de Colombia. Y si no reaccionamos hoy, cuando aún hay voces que pueden alzar la palabra desde las regiones, desde los concejos, desde el pueblo, quizás mañana ya sea demasiado tarde.