Por: Hatem Dasuky
Comenzaba el 2006 cuando llegó al Consulado Eva López, una pereirana carismática, vibrante, llena de energía y optimismo, que irradiaba una confianza y alegría contagiosa.
Eva era la Directora de Integration communautaire des inmigrants (ICI) en Thetford Mines, Quebec, una organización que ayuda a los migrantes a integrarse a la sociedad, haciendo más llevadera su nueva vida y la de sus familias.
Me dijo que en Sainte-Clotilde, un pequeño poblado de su región, que casi no sale ni en el mapa, habían cerrado la escuela por falta de niños y la fábrica más grande que daba empleo a sus habitantes estaba trabajando a media marcha porque no había mano de obra, en pocas palabras, el pueblo de 500 habitantes aproximadamente, moría lentamente.
Su población estaba principalmente compuesta por adultos mayores porque las personas que tenían edad para trabajar activamente, prefirieron salir en busca de otros trabajos a las grandes ciudades o a los Estados Unidos, donde pagaban mejor.
Mientras ella me contaba, pasaban por mi mente las familias de compatriotas que desfilaban por el consulado contándome sus penas y necesidades, como la dificultad para conseguir trabajo, para acceder a un crédito, el costo de vida tan alto en Montreal, etc.
Entonces le propuse a Eva que me iba a poner en la tarea de buscar unas buenas familias, con niños pequeños, que estén interesadas en dejar la ciudad para irse al campo, pero primero yo quería ir a la región, conocer el pueblo, hablar con las autoridades y explorar cuáles serían las condiciones en las que estarían nuestros connacionales.
Viajé a la semana siguiente, Eva me presentó al Alcalde de Sainte-Clotilde, me llevó a ver la escuela que estaba cerrada, recorrimos las pocas calles del pueblo, estaba tan entusiasmada como yo. Se trataba ni más ni menos que cambiar para siempre la vida de varias familias colombianas residentes en Canadá.
La escuela pública me impresionó, era de primera categoría, tenía unas locaciones impecables, pupitres nuevos y una dotación que no tenía nada que envidiarle a las más costosas de las escuelas privadas de cualquier país de América Latina.
Regresé a Montreal con la ilusión de conseguir unas cuantas familias, que comencé a entrevistar. Los primeros que llegaban venían de zonas rurales de Colombia, desplazados por la violencia, por lo que podrían gustarles la propuesta, pero temía que el frío los asustara. Debía decirles que era un lugar para trabajar y los niños estudiar, justo para familias, no era un destino de diversión para jóvenes estudiantes o personas solteras.
Luego de escoger unas 10 familias que en promedio comprendían 40 niños, armamos un viaje a la región para que ellos vieran si les gustaba y aquel sería el lugar apropiado para sus nuevas vidas.
Llegamos primero a la escuela, no se sabía quienes estaban más contentos, si los nuevos migrantes, los profesores o yo.
Luego fuimos a la fábrica que estaba trabajando a media marcha y nos dimos cuenta que los trabajos eran manuales que requerían poco entrenamiento, incluso una familia que tenía una panadería en un barrio de Cali, pensó en montar una para hacer pandebonos y repostería colombiana.
Días después el sueño se cumplió. La escuela abrió y se llenó de alegría, en las calles aledañas donde reinaba el silencio, se escuchaba la risa de los niños jugando, los abuelitos del pueblo salían sorprendidos a ver a sus nuevos vecinos y la fábrica que estaba a punto de cerrar comenzó a entrenar mano de obra nueva y no les digo como quedaron esos pandebonos en la nueva panadería ubicada en la calle principal.
Actualmente, decenas de colombianos habitan esta pequeña población, gracias a una migración controlada de connacionales, gestionada y acompañada por el Consulado de Colombia en Montreal, lo que permitió no solo que el pueblo sobreviviera, sino que recuperara su vida, su comercio y sus tradiciones, ahora enriquecidas por el aporte cultural de quienes llegaron.
El alcalde me dijo: “los colombianos resucitaron Santa Clotilde”
