POR: JULIÁN CEBALLOS – COLUMNISTA
Los departamentos se sostienen con recursos propios, los municipios hacen lo mismo, arañando lo poco que el corrupto gobierno central deja caer desde su mesa servida.
¿Cómo hemos llegado a esto?
Estamos en el peor momento para la confianza colombiana. Durante años, trabajamos para que el mundo posara su mirada en Colombia, construyendo una narrativa de progreso y esperanza. Soñamos con que el turismo fuera el nuevo oro, pero ¿de qué sirven los sueños cuando se desmoronan en segundos?
Una noche de trasnocho, un tuit mal calculado, la geografía de la Colombia mágica del ELN o la creciente anarquía en el Catatumbo. Ni hablar de los desafortunados resultados del proceso de paz, que han permitido que agrupaciones con fines meramente económicos, no ideológicos, se expandan como un virus, tan letal y veloz como aquel fatídico COVID-19.
Colombia arde, nuevamente, en un estallido social. Y no lo soporto. Me duele ver la desigualdad apoderarse de muchos, acomodar a unos pocos y engordar a quienes se niegan a construir futuro. Me duele ver la doctrina impuesta desde un escritorio, mientras los empresarios -héroes de este momento- luchan contra las artimañas que buscan expropiarlos… perdón, extinguirlos. Me duele Colombia, y ese dolor lo siento en el corazón, en el bolsillo y en el alma.
Ahora seremos testigos del éxodo de quienes no quieren ver su patria desmoronarse, de la dignidad convertida en discurso, de la demagogia que seduce a un pueblo que, con esfuerzo, ha intentado sobrevivir a quien hoy se proclama el último Aureliano.
Loco, patán. No das ni un centavo de angustia ni de risa. Porque eres el profesor de teatro más absurdo de esta tragicomedia, entrenando a los futuros Aurelianos que vendrán con la letra Q, la S y hasta la B. Poco importa el nombre que el maestro de ceremonias decida darle a su función. Mientras tanto, aquí seguimos, en medio del acto final, esperando un desenlace que, en el fondo, ya conocemos.