Cuando el presidente necesita más ayuda que el país

Opinión por: Eliana Úsuga

Por mucho tiempo, la figura de Gustavo Petro se sostuvo en una suerte de aura de redentor: el político de la izquierda que venía a limpiar la casa, a corregir el rumbo, a romper con las viejas mañas del poder tradicional. Sin embargo, la realidad ha sido completamente distinta

La carta reciente de Álvaro Leyva, hasta hace poco uno de los hombres más cercanos al presidente, no deja espacio para la interpretación amable. Leyva no solo revela los problemas de drogadicción de Petro, sino que lamenta, con dolor genuino, no haber intervenido en su momento. El pasaje más demoledor lo dice todo: “Fue en París donde pude confirmar que usted tenía el problema de la drogadicción. Su recuperación lastimosamente no ha tenido lugar”.

No es solo Leyva quien alza la voz. En una columna dedicada a Gustavo Petro, la periodista María Jimena Duzán le planteó “Usted mismo ha dicho que las drogas son, sobre todo, un problema de salud púbica y que la guerra contra las drogas fracasó. Confesar que usted sufre de adicción no puede ser un pecado ni una vergüenza, sino un acto de profunda honestidad”.

Y por si fuera poco, el exembajador Armando Benedetti, en una entrevista con la Revista Semana, hace algunos meses dejó escapar otra bomba: que el tema de la cocaína era un secreto a voces en el círculo íntimo del poder. Cuando Laura Sarabia, mano derecha de Petro, le insinúa que Benedetti podría tener problemas de consumo, él responde con brutal sinceridad: “Si usted cree que yo lo tengo, ¿qué hace el otro?”, refiriéndose sin rodeos al presidente.

Sus discursos divagan, se contradicen, y cuando se siente acorralado, responde con vulgaridades e insultos, como ocurrió recientemente, cuando terminó insultando al presidente del Senado.

Todo esto sería tragicómico si no fuera profundamente trágico. La imagen del “líder que iba a cambiarlo todo”, se cae a pedazos mientras el país sigue en su espiral de violencia, pobreza e incertidumbre. ¿Quién gobierna realmente? ¿Un hombre en plenitud de sus capacidades o alguien consumido por sus propios fantasmas?

Aquí es importante ser claros: la adicción a las drogas es una enfermedad crónica que afecta directamente el cerebro. No es un simple mal hábito, sino una condición médica que deteriora la capacidad de tomar decisiones racionales, el autocontrol y la estabilidad emocional.

Gobernar un país exige claridad mental, serenidad y disciplina: cualidades que son gravemente afectadas en alguien que lucha, sin tratamiento efectivo, contra una adicción. Un presidente adicto no solo pone en riesgo su propia vida, sino también la estabilidad y el futuro de toda la nación.

Aquí no se trata de moralismo barato ni de lapidar a quien sufre. Se trata de responsabilidad. De sentido de país. ¿Puede un presidente evidentemente afectado por una adicción, en medio de episodios de inestabilidad emocional y de comportamientos indignos, seguir al mando sin que haya consecuencias?

Hoy Colombia enfrenta una paradoja dolorosa: mientras el país clama por soluciones urgentes en seguridad, economía y justicia, es el propio presidente quien parece necesitar más ayuda que la nación que juró liderar. Cuando el jefe de Estado está atrapado en sus propias batallas internas, el vacío de poder se siente en cada rincón del país. Y ese vacío, tarde o temprano, lo terminamos pagando todos.