Opinión por: Julián Ceballos
A los jóvenes —y alguna vez todos lo fuimos— nos atrae lo diferente. Lo que rompe esquemas, lo que no encaja. Lo que se atreve a desafiar la norma. Esa sensación de rebeldía ante lo establecido tiene su encanto. Rayar una pared, romper una ventana o levantar una caneca de basura puede parecer un acto insignificante, pero detrás de eso hay una idea: la necesidad de cambiar lo que no funciona, de romper un sistema que se siente lejano y rígido.
En el colegio, muchos pensábamos qué pasaría si el rector escuchara a los estudiantes, o si los personeros realmente pudieran cambiar algo. En la universidad, nos preguntábamos por qué debíamos cursar materias de relleno o soportar estructuras académicas que parecían diseñadas para desmotivarnos. Con el tiempo, esa misma inquietud se traslada al terreno de lo público: ¿y si quienes nos gobiernan fueran verdaderamente disruptivos? ¿Y si se atrevieran a derribar la burocracia, el clientelismo y los vicios que enferman el Estado?
Esa es la gran paradoja de la anarquía. En teoría, parece una bocanada de aire fresco; en la práctica, ha demostrado ser un camino de ruina. Cuando revisamos la historia de América Latina, encontramos que los gobiernos que se autoproclamaron como los más “revolucionarios” —desde Chávez y Maduro, hasta los experimentos políticos de Bolivia, Chile, Argentina o el mismo Gustavo Petro en Colombia— han terminado desangrando el aparato estatal, destruyendo la confianza y profundizando la inequidad. Lo disruptivo se volvió destructivo. Y lo que comenzó como un grito de libertad terminó siendo un eco de anarquía.
Pero no todo lo disruptivo es malo. De hecho, ser disruptivo es necesario. Es el impulso que nos lleva a innovar, a mejorar, a pensar distinto. Sin embargo, hay una gran diferencia entre ser disruptivo para construir y serlo para destruir. Hay que ser disruptivos en la defensa de la seguridad, en la búsqueda de la unidad social, en la construcción de progreso y desarrollo, no en el asistencialismo ni en el populismo de corto plazo que entrega mercados o bonos como si fueran redención.
Hoy, más que nunca, Colombia necesita volver a mirar hacia la institucionalidad. No una institucionalidad acartonada o lejana, sino una institucionalidad dinámica, moderna, con visión de futuro, capaz de gestionar, de innovar y de proyectarse al mundo. Una institucionalidad que entienda que la paz no se decreta, se construye; y que se logra no con discursos, sino con empleo, educación, empresa y equidad.
Si vamos a ser disruptivos, que lo seamos desde la razón y la acción, no desde el caos y la destrucción. Que lo seamos para transformar, no para arrasar. Porque ya tuvimos demasiados que, disfrazados de cambio, solo vinieron a dejar ruinas, instituciones vacías y ciudadanos más incrédulos.
Y es que, como todo en la vida, la verdadera revolución no está en romperlo todo, sino en saber qué vale la pena preservar y qué es urgente transformar.