Democracia disfrazada, democracia sitiada

En tiempos donde muchos actores políticos oscilan al ritmo de las encuestas, es notable que haya quienes insistan en que las reglas importan, que los procedimientos no son un estorbo y que la democracia es, antes que nada, respeto por los límites del poder.

Por: José D. Pacheco Martínez

Colombia vive una época de vértigo político. La temperatura institucional se eleva a diario con declaraciones incendiarias, propuestas que bordean —o cruzan— los límites constitucionales, y una atmósfera de crispación que reduce el disenso a una sospecha de traición. En ese contexto, la democracia, lejos de consolidarse como espacio de acuerdos en la diferencia, se convierte cada vez más en el terreno de una disputa simbólica por el control de su relato.

Y en ese relato, todo lo que incomoda al poder se rotula como “enemigo del cambio”. Es precisamente esa lógica ‘bipolar’ la que amenaza con erosionar las bases de nuestro orden constitucional.  El gobierno de Gustavo Petro ha venido adoptando tácticas de lo que la ciencia política denomina democratic blending, una modalidad de erosión institucional que no requiere tanques ni censura directa: basta con desdibujar los límites entre el ejercicio legítimo del poder y su instrumentalización para fines personales o ideológicos.

Petro, enfrentado a un Congreso reticente y a una opinión pública dividida, ha comenzado a gobernar por decreto, saltándose el trámite legislativo en nombre de una supuesta soberanía popular directa. ¿Consulta popular sin pasar por el Congreso? ¿Asamblea Constituyente si la Corte lo detiene? Es una peligrosa pendiente. Todas estas, por citar algunas, son señales claras de un nuevo modelo de ejercicio del poder, uno que busca subordinar los mecanismos institucionales a una legitimidad superior y difusa: “el pueblo”. Lo más inquietante es que este fenómeno no es exclusivo de Colombia.

América Latina ha conocido este libreto antes: gobiernos electos que, tras alcanzar el poder, utilizan la legalidad para desmantelar los controles de la legalidad. Venezuela, Nicaragua, Bolivia y Ecuador ilustran bien cómo puede vaciarse una democracia por dentro mientras se agita el lenguaje participativo y popular por fuera. Y ahora Colombia comienza a dar señales de pertenecer, al menos en intención, a esa lógica.

Dada la realidad nacional, ciertas voces que hasta hace poco eran vistas con distancia o ironía, comienzan a cobrar relevancia. No porque representen una solución indiscutible, sino porque, en medio del desorden, han sido consistentes en advertir sobre los riesgos de la actitud autoritaria del presidente. Una de esas voces ha sido la de la senadora y precandidata presidencial María Fernanda Cabal. Su lectura del momento colombiano, a menudo encasillada en la retórica ideológica, se apoya en una interpretación más profunda de los cambios institucionales que están en marcha.

No se limita a denunciar con adjetivos, sino que ofrece una cronología política que merece ser leída sin prejuicios. Más allá del tono confrontativo que caracteriza su estilo, hay que reconocer que muchas de sus advertencias han resultado fundadas. Cabal no improvisa: ha documentado cómo el poder constituyente se ha invocado en la región como herramienta para evitar los equilibrios de poder, y cómo ciertos gobiernos progresistas —una vez en el mando— transitan del pluralismo a la hegemonía en nombre del pueblo.

Así las cosas, su preocupación por la instrumentalización del lenguaje democrático no es retórica vacía como dicen sus críticos en redes y medios de comunicación, sino, una advertencia basada en experiencias reales. Cabal también ha sido persistente en señalar el debilitamiento del Estado frente a las estructuras criminales. Hoy, mientras se celebran ceses al fuego sin verificación y se negocia con grupos reincidentes, la seguridad se desploma y los cultivos ilícitos se disparan.

En ese sentido, la senadora de oposición ha sido vehemente: el país ha retrocedido más de una década en la lucha contra el narcotráfico. Un ciudadano bien informado sabe que denunciar este fenómeno es una responsabilidad pública, no una posición de derecha o de izquierda. Frente a esta realidad, no puede dejar de valorarse que algunas figuras hayan mantenido una línea clara de defensa del Estado de Derecho.

En tiempos donde muchos actores políticos oscilan al ritmo de las encuestas, es notable que haya quienes insistan en que las reglas importan, que los procedimientos no son un estorbo y que la democracia es, antes que nada, respeto por los límites del poder. Por supuesto, Cabal ni nadie está exento de excesos. Las simplificaciones geopolíticas o el tono marcadamente ideológico de ciertos sectores opositores pueden restarles capacidad de convocatoria, pero es innegable que una parte de esa oposición ha acertado en el diagnóstico, y eso merece ser reconocido.

En este punto, dados los hechos recientes que ha sacudido la realidad nacional, lo verdaderamente grave es que el debate institucional esté siendo sustituido por la narrativa emocional. Se desprecia al Congreso, se sospecha de las altas cortes, se señala a la prensa crítica, y se intenta convertir toda disidencia en una conspiración. Gracias a la costosa propaganda institucional, defender la legalidad parece una postura conservadora, cuando realmente es la única defensa posible de la democracia.

Colombia no necesita una refundación. Necesita reconstruir los consensos mínimos de convivencia institucional. Y eso empieza por reconocer que, cuando se gobierna desde el impulso, desde la lógica de la movilización permanente y desde la arrogancia del mandato único, la democracia deja de ser un contrato plural y se convierte en un vehículo de imposición. En medio del ruido, hay voces que han sostenido principios. No siempre gustan. No siempre son simpáticas. Pero a veces son las únicas que advierten lo esencial. Lo que está en juego no es una disputa ideológica: es la preservación misma del sistema que nos permite tener ideologías distintas sin matarnos por ellas.