Por: Julián Ceballos
El reloj marca las 4:30 a. m., y Andrés se despierta con el mismo impulso de siempre: trabajar por su familia. Camina hasta la estación del metro, donde el frío de la madrugada le recuerda que la vida no da tregua. Su jornada transcurre entre órdenes, clientes y responsabilidades que apenas le permiten llegar a fin de mes. Cuando regresa a casa, su día no termina; lo esperan los reclamos de su esposa, las tareas de sus hijos y las preocupaciones que lo asfixian. El bienestar, ese anhelo de estabilidad y tranquilidad, parece una meta inalcanzable. Le han dicho que está “a la vuelta de la esquina”, pero la realidad es otra: el bienestar está a la vuelta del conflicto, y Colombia sigue atrapada en un laberinto de violencia, concesiones y promesas incumplidas.
En el Valle de Aburrá, la crisis colombiana resuena con fuerza. La guerra en el Catatumbo, el Chocó y el Cauca es un eco constante que sacude a las ciudades. Mientras las balas marcan el destino de comunidades enteras en las regiones, en las zonas metropolitanas se impone una tensa paz entre organizaciones criminales que administran el miedo con la complacencia del Estado. Aquí, donde tantas familias han buscado construir su futuro, se encuentran con un gobierno que no impulsa el desarrollo, sino que cede ante las exigencias de quienes controlan el territorio con violencia. No hay libertad económica donde reina la incertidumbre; no hay crecimiento donde se premia la sumisión y no la producción.
Los números no mienten. El Área Metropolitana del Valle de Aburrá, integrada por diez municipios, alcanzó un PIB aproximado de 35.000 millones de dólares en 2023, con un PIB per cápita de 8.500 dólares por persona. Sin embargo, estas cifras contrastan con una realidad alarmante: la desigualdad sigue golpeando con fuerza, con una tasa de desempleo que llegó al 12,2% en Medellín y el Valle de Aburrá y un 22% de la población viviendo en la pobreza. Mientras las empresas luchan por mantenerse a flote, el gobierno enseña a su pueblo a recibir en lugar de producir, a depender en vez de innovar. Y así, el bienestar sigue siendo postergado.
Nos han querido vender la idea de un “Gobierno de la Vida”, pero lo que vemos es un gobierno que, con su permisividad, abre paso a la muerte. No hay vida donde el miedo dicta las reglas, donde el progreso es rehén del crimen y donde la economía se tambalea ante la falta de inversión y oportunidades. Si seguimos en este ciclo de complacencia y supervivencia, jamás construiremos un país donde el bienestar sea una realidad. Porque el bienestar no está a la vuelta de la esquina. Está al otro lado del conflicto. Y mientras este gobierno prefiera negociar con los violentos en lugar de garantizar el desarrollo, seguiremos atrapados en la trampa de la desesperanza.