Por: Julián Ceballos
Juan tenía 28 años. Soñaba con crear una marca de software que resolviera problemas reales. Con recursos propios, un crédito familiar y muchas noches sin dormir, logró levantar una pequeña empresa tecnológica. Contrató a tres jóvenes más. Pagaba a tiempo, cumplía con la seguridad social y soñaba con exportar su aplicación.
Pero los tiempos cambiaron.
La narrativa del país empezó a señalar al que generaba empleo como si fuera culpable de los males históricos. El discurso oficial ya no hablaba de producción, sino de redistribución. La palabra “expropiación”, aunque fuese en otros términos, dejó de sonar lejana y comenzó a aparecer en los noticieros. Juan sintió miedo, y no fue el único.
Los inversionistas dejaron de llegar. Las reglas cambiaban cada mes. Los impuestos aumentaban mientras la desconfianza se disparaba. Los beneficios se enfocaron en mantener subsidios, no en promover innovación. En menos de un año, Juan tuvo que cerrar.
Hoy, los cuatro jóvenes que trabajaban en esa empresa están en la informalidad. Uno maneja una moto en una app, otro migró, y los demás buscan “aguantar” en la tormenta.
Mientras tanto, desde los micrófonos del poder se insiste en que el modelo funciona, que el pueblo está primero, que “hay que resistir”. Pero, ¿resistir a qué? ¿Al trabajo honesto? ¿A la inversión? ¿A la libertad para emprender?
Colombia necesita políticas que den certezas, no discursos que dividan. Un país no puede desarrollarse mientras asusta a sus emprendedores. No se combate la pobreza castigando la riqueza bien habida.
No estamos hablando de grandes multinacionales. Hablamos de gente como Juan, como tú, como miles de colombianos que solo necesitan reglas claras, apoyo real y un entorno que valore el esfuerzo y promueva la innovación.
El verdadero progreso no llega desde arriba ni se impone por decreto. Se construye desde la confianza, el mérito, el trabajo y la libertad.