Por: Julián Ceballos
Colombia se prepara, otra vez, para una contienda presidencial. Y como es costumbre, la baraja de aspirantes se parece más a un carnaval que a una propuesta seria de nación. Precandidatos hay de todos los sabores: los que cargan años de experiencia, los que no conoce ni el barrio donde viven, los que tienen la billetera más gorda que las ideas, los que acumulan investigaciones judiciales como si fueran medallas, los disfrazados de salvadores con capa y hasta los que se ponen máscaras de independencia cuando en realidad obedecen a un libreto escrito en otra oficina.
La política colombiana se volvió una pasarela: delfines herederos, reencauchados de antaño, radicales de esquina, tibios de centro, y mercenarios de la opinión que no saben si son de izquierda, de derecha o de la corriente que mejor les pague la pauta. Cada cuatro años se repite la historia: más nombres que liderazgos, más candidatos que propuestas. Y al final, la ciudadanía votando entre la rabia y la resignación.
Pero la silla presidencial no es un reality show. El jefe o la jefa de Estado debe cargar sobre sus hombros la tarea de devolverle confianza a un país que duda hasta de sí mismo. Debe ser alguien con la capacidad de unir y no dividir, de representar la diplomacia sin claudicar en la dignidad, de liderar con carácter sin dejar de escuchar. Colombia necesita un liderazgo que mire más allá del aplauso fácil, que respete las libertades, que entienda la diversidad de las regiones y que proyecte a este país en el mundo sin complejos ni atajos.
El problema no es la falta de candidatos. El problema es la ausencia de líderes. Y el tiempo corre: antes de que el Mundial de Fútbol distraiga a la opinión pública, el país debería tener claro quién puede conducirlo con determinación, visión y equilibrio. No podemos seguir eligiendo entre disfraces ni apuestas emocionales.
Colombia requiere un liderazgo que se muestre pronto y que no solo hable bonito en tarima, sino que sepa cómo llevarnos de la indignación a la transformación. De lo contrario, la frase que da título a esta columna seguirá siendo verdad: en un país donde sobran nombres, cualquier pendejo termina siendo presidente.