Opinión por: Julián Ceballos
Esta semana, junto al expresidente Álvaro Uribe Vélez, conversábamos sobre un tema que duele y que muchos prefieren ignorar: el atropello ambiental que hoy vive Manantiales en Las Palmas, Envigado; un caso que desde hace meses he denunciado en redes sociales y que representa mucho más que un simple conflicto por unos metros de tierra. Es el símbolo de una lucha más profunda: la defensa del territorio frente a la codicia, la resistencia ante quienes ven en cada montaña una oportunidad de cemento.
Durante años, algunos predios propuestos como reservas ambientales o zonas de protección fueron licenciados, vendidos o adjudicados a constructores inescrupulosos, bajo la mirada cómplice de quienes hoy dicen “eso ya no nos pertenece”. Y mientras tanto, el paisaje —ese patrimonio silencioso que nos daba identidad y orgullo— se va desdibujando ante nuestros ojos.
Recuerdo cuando tenía quince años y estudiaba en el Seminario, que observaba hacia Santa Elena. En ese entonces, en el borde de la montaña, había solo una casa rodeada de agua, pinos y aves de mil especies. Desde allí soñaba con vivir algún día en un lugar donde pudiera ver el Valle de Aburrá. No sabía que algún día hablaríamos de la privatización del aire, una expresión que parece absurda, pero que hoy resume nuestra realidad.
Eso es lo que ocurre cuando se cercan los paisajes, se talan los bosques y se construye sobre las fuentes de agua: nos roban el derecho de mirar el verde, de caminar entre árboles, de sentir que el aire aún pertenece a todos.
El caso de Manantiales es apenas la punta del iceberg. Hace años, un estudio conjunto del Área Metropolitana y la Universidad EAFIT advirtió cómo sería la conurbación del Valle de Aburrá si no se regulaban las dinámicas urbanísticas. Hoy, esas proyecciones se cumplieron con precisión quirúrgica.
Ver al presidente Uribe pedirle al gobernador Andrés Julián Rendón la protección de ese terreno —que había sido adquirido en su gobierno— contrasta con la respuesta de quienes afirman que “ya fue vendido”. ¿A quién? ¿Cuándo? ¿Por qué? Las respuestas, como siempre, se esconden detrás de los muros del silencio político.
No voy a señalar nombres, pero todos sabemos que las decisiones de hace una década explican los desastres de hoy. Y aunque resulta cómodo mirar atrás solo para juzgar, lo verdaderamente urgente es hacerlo para corregir y actuar.
¿Cómo es posible que un edificio de ocho pisos se levante en cuestión de meses, frente a mas de cuatro millones de habitantes del Valle de Aburrá, sin que las autoridades se den por enteradas?
Le dije al presidente que quería llevarlo a hablar con el alcalde de Sabaneta, porque allí ocurre lo mismo. Los edificios crecen tan rápido como las discusiones. Mientras hablábamos de Manantiales, seguramente en Sabaneta se levantaba otro piso más. Y así, ladrillo a ladrillo, se nos va el paisaje.
No podemos seguir actuando como si no tuviéramos herramientas. Las administraciones municipales, las curadurías y los organismos departamentales sí tienen la capacidad y la obligación de saber qué se construye, dónde y para quién. No nos hagamos los de las gafas con la densificación desbordada del Valle de Aburrá.
Es urgente que los Planes de Ordenamiento Territorial se actualicen con visión ambiental y humana, no solo técnica. Porque lo que hoy se construye con permiso, fue aprobado ayer. Y si seguimos sin revisar qué aprobamos ayer, mañana ya no tendremos nada que defender.
Defender lo imposible —como el aire, el paisaje o la memoria verde del Valle— no debería ser un acto de resistencia, sino de sensatez. Pero mientras sigamos permitiendo que la codicia urbanística avance más rápido que la planeación, defender lo imposible será la única forma de mantenernos humanos.